Odio la primavera. Es horrible. En los cuentos y en las películas nos la describen como la mejor estación del año, la época en la que salen las flores, se respira aire puro, altera la sangre y con ella el amor por tus seres queridos. Pero la primavera, por lo menos mi primavera, no se la deseo a nadie. Ni al peor de mis enemigos.

Creo que mi cuerpo y mi mente tienen un reloj que avisa de cuando se acerca una estación del año. Cada 21 de diciembre, no faltan a la cita mis preciados
sabañones entre los dedos; y cada 21 de marzo es imprescindible que la peor de las maldiciones se encargue de hacerme pasar los peores meses de mi vida: la alergia. Y no la alergia a los cacahuetes, a los espárragos, ni siquiera a una flor en particular o un tipo de salsa. No. Esta alergia es fantasma, está por todas partes, y es imposible huir de ella hasta que llegue el verano. Los sabañones son un regalo de Dios comparado con esta horrible pesadilla.
Picores en los ojos, estornudos, somnolencia fruto de estar todo el día empastillado... uno acaba desquiciado y hasta con dolores de cabeza. Para colmo, en Callosa hace el mismo calor en verano que en primavera, excepto cuando decide cambiar el tiempo repentinamente. Cambios que además incitan a resfriados y más dolores de cabeza. O de garganta. Vivir embozado, con picor de ojos, dolores de cabeza para abajo y sueño, mucho sueño, es mi día a día hasta el 21 de junio. Si las pastillas no lo remedian. Y decían que en abril, aguas mil. En Callosa no, por desgracia.
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