Entre todas esas experiencias, la de probar nuevos sabores siempre ha sido una de mis favoritas. Sobre todo si son de comidas extranjeras. Recuerdo lo que me ilusioné cuando entré por primera vez a un kevab o a un restaurante chino. O cuando en lugar de un chuletón de cerdo de toda la vida te traen buey o ciervo. O cuando saboreas el pescaíto frito de Málaga, el mejor que he probado nunca.
El fin de semana pasado pude vivir varias experiencias culinarias de ese tipo. El viernes, en una tetería de Jacarilla (Alicante), preciosa, al aire libre, en contacto con la naturaleza y con una gran variedad de tés. Yo pedí uno que sabía a clorofila -buenísimo-.
Al día siguiente fuimos a cenar a Torrevieja y yo me empeñé en ir a un restaurante alemán que me recomendó mi madre, donde las jarras de cerveza y las salchichas típicas del país son gigantes. Comimos como reyes -aunque una de las salchichas picaba a rabiar- por unos 5€ cada uno.
Después, Samuel y yo nos aventuramos a probar algo que llevaba mucho tiempo queriendo saborear: el típico sushi japonés. Nos pusieron en una tabla jengibre, wasabi -eso de la foto que parece un chicle verde, madre mía como picaba-, salsa de soja y cuatro sushis. A Samuel le encantó, a mi me resultó asqueroso. Pero había que probarlo. Porque, como digo siempre, si no lo pruebas nunca lo sabrás. Yo y mi paladar aventurero.
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