No señores, no se ha acabado el mundo. Hemos sobrevivido al año 2012. Sin embargo, la profecía de los mayas sigue vigente. El 21 de diciembre acabó una Era y empezó otra, la Era del Conocimiento y la Sabiduría. Esta Era da paso a una purificación absoluta en la humanidad, por el bien de nuestro querido planeta y ser vivo, la Tierra. Podríamos estar hablando de otro Apocalipsis. Las profecías mayas son infalibles, por lo tanto es más que probable que los próximos años sean los últimos de tu existencia. Y en este blog vamos a disfrutarlos al máximo ;)
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lunes, 28 de abril de 2014

De vuelta a casa

Es difícil resumir todo lo vivido en Montpellier, y eso que solo estuvimos cinco días. Cuando conoces una nueva ciudad, en un nuevo país, y descubres las diferencias, hablas en otro idioma, te adentras en lugares que jamás has visitado y vives una vida que en nada se parece a la tuya, adquieres una experiencia que jamás habías imaginado.


Y repito, sólo fueron cinco días. Suficientes para darme cuenta de que sería fascinante poder vivir en otro país un tiempo. Quizá semanas, quizá un mes. Quizá más. Me he echado atrás muchas veces, pero creo que por fin estoy preparado.

Seguro que se me olvidan miles de cosas del viaje, más si cabe porque estoy escribiendo hace ya más de una semana desde que volvimos ¿Qué me falta por decir? Que un vagabundo con un perro enorme nos preguntó algo, le dijimos que éramos españoles y no entendíamos francés y resultó que sabía hablar español: “¿Si os toco algo -con la guitarra- y os gusta, me dais dinero, vale? Le dijimos que no teníamos, y mientras nos íbamos el refunfuñaba de lejos, diciendo: “Cabrones, sois unos cabrones”. Pudo decirlo en francés para que no le entendiéramos, pero no. Lo dijo en castellano, alto y claro.

Que en Montpellier, si vas con Samuel, puede que se paren los coches para que pases por un paso de cebra. Si no, puedes estar casi diez minutos esperando, y eso sin semáforos. En Francia, los ‘ceda el paso’ son para los peatones.

Los franceses, por lo que me contó el padre de Samuel, trabajan en su mayoría siete horas al día: de 8 a 12 h de la mañana –paran para comer- y de 13 h a 16 h. A las 18 h ya están cenando, a las 20 h viendo cualquier cosa en la tele y a las 22 h prácticamente se van a la cama. De ahí la vida tranquila por la noche.

Sí, en Francia están súper avanzados. Incluso en algunas cadenas de radio, como Cherie FM, ponen el nombre de la canción y el artista que está sonando en ese momento en la pantallita del coche. ¿Tan difícil es hacer eso en España? ¿Vamos a estar toda la vida preguntándonos por el nombre de las canciones porque no lo escuchamos del DJ? ¿Vamos a tener que dejar el volante para que el ‘Shazam’ nos resuelva la papeleta? Por dios, menudo país.

Diría que hubo una noche que nos fuimos de fiesta, pero creo que no llegó a eso, aunque a lo mejor los franceses lo llaman así.. Para un español medio, una fiesta es ir a un polígono, hacer botellón, beber hasta mantenerte en pie de milagro, entrar a la discoteca y restregarte con todo lo que se mueve hasta las seis de la mañana. Lo que hicimos nosotros fue ir a un pub, tomar unas birras con la hermana de Samuel, cenar pizza y pasta en un sitio de calidad y luego entrar en un garito, el ‘Australian Bar’ a una hora en la que en España está todo cerrado –por lo pronto que es-, sin estar ni un cuarto de alcoholizados de lo que deberíamos haber estado y con la sensación de que podíamos haber disfrutado un poco, aunque tampoco mucho más.  Por eso creo que nos faltó un día o dos en Montpellier.


Pero nos tuvimos que ir el jueves por la noche. Samuel y su padre nos acompañaron al autobús, que llegó con retraso. Cuando entramos, ya estaba repleto y Javi y yo nos tuvimos que poner separados, aunque tuvimos suerte de estar en la misma fila. Los conductores eran murcianos. Imagínense la reacción tras estar cinco días en un lugar donde parece que te hablan continuamente refinado, al momento en el que oyes discutir, de guasa, a dos conductores murcianos sobre si se va bien por ahí o por allí. No habíamos salido de Montpellier y ya estábamos en casa.

El autobús arrancó sobre las 21:15 y paró para cenar a las 21:30… Yo dejé mi cojín en el asiento porque no me fiaba de que me lo quitaran. Comimos unos bocatas que nos había preparado la madre de Samuel en unas mesas que había fuera. Dos chicas que iban a Barcelona no paraban de mirarnos, y le dije a Javi que estaba seguro de que se sentarían con nosotros a cenar y charlar. Salieron del restaurante y parecía que iban hacia nuestra mesa, pero siguieron hacia delante. Error de bulto. Ellas se lo pierden.

Cuando me entró ganas de ir al aseo, ya habían cerrado el restaurante. No eran ni las diez. Tuvo que hacer pis en unos árboles que había al otro lado, en un sitio muy oscuro. Cuando llegamos al autobús, comprobamos a dónde habían ido aquellas chicas que supuestamente se iban “a sentar con nosotros”: una le había quitado el sitio a Javi, y otra al que iba al lado de él. Refunfuñando, nos marchamos al final del autobús, donde todavía había sitios libres.

Pero a nosotros, casualmente, no nos dejaron sentarnos en “sus sitios” –no teníamos tetas-. Creí que una mujer que se me acercó me había dicho que me levantara, que ahí iba ella, pero en realidad me decía que iba en mi asiento de al lado. Yo me levanté pensando lo otro, y una rubia que había justo detrás y que luego comprobé que roncaba como una condenada, me estuvo mirando con cara de “eres repelente” durante un buen rato, porque pensaba que no quería sentarme al lado de aquella mujer. Me acabé sentando al lado de un marroquí que me dijo: “Aquí había una chica joven”. Una de las 'furcias' que nos habían quitado el sitio. Creo que estaba decepcionado, porque le habían cambiado una chica guapa por un tipo con gafas que no sabía dónde meter macuto, mochila, bolsa, chaqueta y cojín en tan poco espacio.

Lo que más me chocó fue una chica que estaba hablando con su amiga justo en mi fila, con un claro marcado acento francés. La que estaba más próxima a mí se rió un par de veces con chorradas que solté. La otra era la que parecía que no entendía español, hasta que alguien dijo en una parada que había que cerrar la puerta porque hacía frío. Entonces abrió la boca, y con un claro acento murciano gritó: “¿FRÍO? ¡PERO SI HACE UN CALÓ QUE TE MUÉRE!”.

Cuando conseguimos sentarnos juntos
Nos pusieron la peli de ‘Ana y el rey’, protagonizada por Jodie Foster, cuyo “hijo” era el chaval que hace de Draco Malfoy en las primeras pelis de Harry Potter. Estaba en español, pero no conseguí oír una mierda. Cuando acabó, me puse el Ipod hasta que comencé a agobiarme: era el momento de tomar la pastilla que nos había dado la madre de Samuel para dormir. Nos advirtieron de que si nos la tomábamos a mitad de viaje podíamos incluso perder nuestra parada, al quedarnos totalmente fritos. Pero lo único que me provocó –cosa que agradezco- fue una sensación de relajación total, desde que partimos de Barcelona hasta que llegamos a Valencia. Desconozco si hicimos paradas entre medias. Sólo oía música, ni siquiera sé si en sueños.

Llegamos a Orihuela bien entrada la mañana, sobre las doce. Había sido un viaje en autobús de más de catorce horas, pero contra todo pronóstico salí mejor de lo que esperaba. Quizás pudo ser porque me adapto mejor a los viajes largos que a los cortos. O que he aprendido a no quejarme tanto. O simplemente fue la pastilla, que me ‘agilipolló’ durante un buen rato. Pero yo creo que fue el hecho de pensar que daba igual cuántas horas fueran, porque la experiencia en Montpellier, una de las mejores de mi vida, había valido y mucho la pena.



domingo, 27 de abril de 2014

Un Barça-Madrid en Montpellier

Cuando acepté de forma tan improvisada la idea de viajar a otro país y disfrutar de una experiencia sensacional durante cinco magníficos días, tardé un tiempo en asimilar que no vería la final de Copa del Rey entre Madrid y Barça en España, en Callosa, en mi bar de siempre.  La vería en Francia, lejos de todo el ruido, sin prensa con la que ponerse en situación, sin calentar el partido, como si fuera un día normal.


Montpellier era ajeno a todo lo que mueve en España un Barça-Madrid en la lucha por un título. Sí, es verdad que vimos algún niño con la camiseta blanca o con la azulgrana, pero no se respiraba ese ambiente que paraliza un país entero. Ojo: en todo el tiempo que estuve allí no llegué a ver ni una sola camiseta del Lyon, PSG, Marsella o Mónaco, los cuatro grandes de los últimos años en la Ligue 1.

Sí vi cientos de personas que subían al tranvía o paseaban por las calles con la camiseta, el chándal o el abrigo con el escudo del Montpellier Hérault, campeón de Liga hace ya tres temporadas. Tres años en los que se ha marchado la columna vertebral del club –Yanga-Mbiwa, Giroud, Belhanda-. Sólo Rémy Cabella -24 años- ha seguido en el club pese a las ofertas, aunque se le relaciona con el Olympique de Marsella tras firmar una temporada brillante con 13 goles y 8 asistencias en 33 partidos. Pese a que el club se encuentra ahora en un periodo de transición –ha coqueteado con el descenso a lo largo de toda la campaña- la afición en esta ciudad sigue siendo incuestionable.


Sentía curiosidad por el estadio del Montpellier, situado al final de una de las líneas de tranvía, en el barrio de Mosson –tiene parada con su nombre, ‘Stade de la Mosson’-. Fuimos en la tarde de un martes soleado, y al contrario que otras ciudades donde el campo está bañado por las masas, éste presentaba un aspecto como de abandono, en un barrio frecuentado por marroquíes y franceses de ascendencia africana. En una de las escalerillas que daban acceso al estadio se podían ver botellitas de alcohol vacías y paquetes de tabaco. Sin embargo, al mirar por uno de los resquicios, se podía contemplar parte de las gradas y el césped. Hubiera dado lo que fuera por haber podido entrar y presenciar un partido.

Me dijo mi colega Samuel que en esta ciudad el fútbol siempre había sido el deporte que peor se daba. Eran mejores en balonmano o rugby, donde ahora mismo el Montpellier marcha segundo, a dos puntos del líder, el Toulon. Tuvimos la suerte de entrar en los alrededores del estadio de rugby, situado cerca de la casa del padre de Samuel, y pudimos echarnos fotos con algunos jugadores, entre ellos una de las estrellas de la selección francesa. Muy amables, avisaron a dos corpulentos jugadores argentinos para poder hablar con ellos en castellano. Nos hablaron de las ganas que tenían de viajar a España y se quejaban del clima en Montpellier. Fue genial.


¿Y qué estuve haciendo el día de final? En lugar de leer todos los periódicos, estar al tanto de la última hora, ver los informativos, leer cada tweet sobre el partido, escribir una previa, analizar cada detalle del encuentro… me dediqué a ver el inmenso zoológico de Montpellier. Inmenso por decir un adjetivo, pero me quedo corto. Era gratuito, pero era comprensible: su extensión era enorme, los animales que decían que tenían eran prometedores, pero las distancias entre cada recinto eran abismales, los bichos se veían desde lejísimos –algunos, como el león, ni se veían-, y para colmo hacía un sol implacable. Yo solo tenía ganas de volver a bajar la cuesta que tuvimos que subir – a mi pesar-, llegar a casa y concentrarme en el partido.

Cuando paramos para ‘robar’ wifi del Mc Donald´s, me enteré de la definitiva baja de Cristiano Ronaldo. Mal presagio. Llegamos a casa, cenamos, me puse la camiseta del Real Madrid y nos fuimos a un bar situado en la Avenida de Marsella. ‘Le Lion’, se llamaba. La dueña era una mujer mayor que al enterarse de que éramos españoles, se volvió loca de alegría. Nos dijo que su padre era de las Islas Canarias, y su madre de Melilla, pero ella había pasado toda la vida en Francia. Nos invitó a pizza con curry y piña, se volvió loca con el hecho de que yo fuera del Madrid, Samuel y su padre del Barça y Javi del Athletic; tiró su sujetador por los aires… ¡Y hasta nos cantó el ‘Viva España’ de Manolo Escobar! Fue lo mejor de la noche hasta el gol de Bale.

En los prolegómenos del partido ya había empezado el Guingamp-Mónaco de semifinales de la Copa de Francia. El camarero iba cambiando con la previa de Canal + Francia sobre el Clásico, en la que había una mesa redonda con diferentes expertos, entre ellos Javier Gómez, de la Sexta –me impresionó verlo allí hablado en francés-. Entre los puntos que analizaron, destacaron el bajón de Messi y la importancia de Benzema, probablemente el jugador más en forma de la selección francesa en la actualidad.


Durante el trascurso del partido se pudo comprobar que la mayoría del bar iba con el Barça, quizás por la cercanía. Sin embargo, la diferencia entre un bar de Francia y otro de España es escandalosa, literalmente. En lugar de soltar gritos, insultos y demás alaridos, reinaba la cordialidad y el coloquio distendido. Eso sí, ya me gustaría verles en una final de Mundial.

Cuando grité el gol de Di María y el resto permanecían callados, impasibles, como si no hubiera pasado nada, sentí que me invadía la nostalgia de la ‘pasión’ que tenemos los españoles “por el fútbol y los toros”, como me dijo la dueña del local, “mucho más que los franceses”. Un hombre mayor apoyado en la barra me chocó la mano en un gesto de complicidad. No estaba solo.

Sin embargo, el gol de Bartra me hundió en una profunda desesperación. El Barça, que estaba jugando uno de los peores partidos que se le recuerda en una gran cita, empataba casi sin merecerlo. Pero Bale, asumiendo los galones de Cristiano, se apuntó un golazo de bandera, recorriendo la banda izquierda como una gacela, superando a Bartra saliendo del campo y entrando para perfilar la portería y batir por bajo a Pinto. Estallé de alegría. Todos fliparon. Otro hombre que llegó a mitad de partido me chocó la mano como diciendo: “Vaya golazo habéis metido”. El tiro al palo de Neymar casi al final me puso los testículos en la garganta, pero después de eso todo acabó. El Madrid era campeón de Copa.

No pude ni ver a Iker levantando el trofeo.  El padre de Samuel ya se había levantado y se dirigía a la puerta. Habíamos venido en coche y la casa estaba en la otra punta. Al día siguiente busqué la escena en los informativos, copados por la eliminación del Mónaco en manos del Guingamp. Sólo pude volver a ver el gol de Bale, que valió la pena. Lo habría visto miles de veces.


Ver capítulo 1- Gabacholandia
Ver capítulo 2 - La Gran 'M'
Ver capítulo 3 - Rez-de chaussée
Ver capítulo 4 - Un lunes en Montpellier
Ver capítulo 5 - Saint Roch



viernes, 25 de abril de 2014

Saint Roch

Cuenta la leyenda que un peregrino llamado Roque, nacido en Montpellier, decidió un día partir de casa y sanar a todos aquellos infectados por la peste, recorriendo toda Italia y otros países. En cada uno de los pueblos por los que pasó, las epidemias cesaron, y por ello le honraron nombrándolo Patrón y construyendo numerosos templos en su honor.


En mi ciudad, Callosa de Segura, toda la cultura sanroqueña que existe arrancó, según la tradición, una noche del 6 de noviembre de 1409 en la que el peregrino, ya canonizado, se apareció a cuatro pastores: Hernán, Francisco, Jacobo y Felipe, curando a uno manco y manifestando su deseo de permanecer en Callosa. En ese mismo lugar se erigió la Ermita que hoy es un símbolo y uno de los mayores monumentos de la comarca.

Cuando ya era consciente de mi viaje a Montpellier, recordé la historia de San Roque: según la tradición, él había nacido en esta localidad francesa –que también le ha hecho patrón- y allí mismo había una ermita que muchos visitaban en su peregrinación hacía Santiago de Compostela, además de la casa en la que vivió y algunos restos que se le atribuyen.

Había que visitarle, porque aunque no me considero para nada religioso, respeto las tradiciones de mi ciudad, y pienso que es un tesoro muy valioso que hay que cuidar porque es lo que nos identifica y lo que nos distingue del resto de pueblos y ciudades. Además, la leyenda de San Roque es preciosa, y muchos se agarran a ella para describir hechos imposibles y admirables que incluso han llegado a salvar vidas.


La iglesia de nuestro Patrón estaba en el casco antiguo de Montpellier, cerca de la Plaza de la Comedie. Un matrimonio de ancianos que se dirigían a la estación a coger un tren, nos ayudaron a encontrar el sitio como si les fuera la vida en ello –ojalá no perdieran el tren- y entonces la vimos, en todo su esplendor, frente a un edificio con un dibujo precioso de San Roque. Entramos Javi y yo, hicimos unas cuantas fotos, contemplamos las numerosas dedicatorias que le dejaron a lo largo de los siglos entre las paredes, la enorme estatua que presidía el centro de la iglesia y el panteón donde se prevé que estén algunos restos del Santo; después firmamos en un libro que había en la entrada: “Hemos venido desde Callosa de Segura, España, para ver a nuestro patrón, San Roque”. Simple y precisa. No hacía falta decir nada más.

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Ver capítulo 2 - La Gran 'M'
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Ver capítulo 4 - Un lunes en Montpellier


jueves, 24 de abril de 2014

Un lunes en Montpellier

Cuando viajas a una ciudad en la que nunca has estado, quieres verlo todo y no hay tiempo para nada, porque tus billetes de autobús de vuelta tienen fecha de caducidad. Y te das cuenta cuando despiertas por las mañanas, te quitas los calcetines y descubres tus pies de un color rojo morado, plagados de rozaduras a causa de los kilómetros y kilómetros que recorrimos a lo largo de esos cinco días.


El primer sitio que visitamos –después de la Plaza de la Comedie, por supuesto- fue el centro comercial ‘Odyseum’, un lunes por la tarde, cuando el sol más picaba y los jóvenes todavía seguían en clase. Aquel lugar estaba al extremo de una de las líneas del tranvía, a las afueras de Montpellier, y tenía cine, bares, tiendas de ropa, pistas de patinaje… incluso un acuario, el Mare Nostrum, que disfrutamos durante casi toda la tarde por 8,5 €, y en el que pudimos contemplar maravillas de todas las partes del mundo. Nunca había visto a Samuel tan entusiasmado, sus ojos brillaban al observar cualquier pez revoloteando en el agua.  Había tiburones, mantas, peces espada, pulpos, cangrejos, pingüinos… más de cuatrocientas especies de cada uno de los océanos de nuestro planeta. Incluso nos pusieron una película en 3D –más bien un corto corto- en la que vimos la recreación de la lucha entre un cachalote y un calamar gigante. Lo mejor fue cuando la única señora que estaba viendo la película con nosotros preguntó si el combate estaba pasando de verdad en ese momento. Estamos muy locos.

Después fuimos a tomar un ‘crepe’, uno de los productos típicos de Francia. No podíamos irnos sin tomar uno. Yo tiré la casa por la ventana y me pedí uno de los más caros, porque decían que era el de la receta tradicional. Llevaba morcilla y queso, y estaba rico, pero no se puede comparar con el de chocolate, más concretamente con el de ‘nutella’. En todas las tiendas donde vendían crepes podías ver un bote de esta crema de cacao originaria del Piamonte, Italia, hace más de cincuenta años.

Es curioso, porque mucha gente que descubría nuestra nacionalidad se alegraba de tenernos cerca para mostrarnos las palabras que conocían en castellano, o para hablarnos de sus viajes a Barcelona, Sevilla o Madrid. De Alicante, curiosamente, nadie tenía ni idea. El camarero que nos sirvió los crepes –perdía un poco de aceite, aunque en Francia son casi todos así- incluso nos puso una canción en castellano –no la había oído en mi vida- antes de cerrar a las 18:30. Los argentinos jugadores del equipo de rugby de Montpellier también nos hablaron de sus deseos incumplidos de viajar a España. Y la dueña del local donde vimos la final de Copa del Rey nos avasalló con descripciones de la ‘pasión’ con la que vivimos el fútbol y los toros los españoles. Hablaremos de eso en algún  capítulo posterior.

Tras dar varias vueltas por el centro comercial, decidimos volver, aunque teníamos miedo de no encontrar nada abierto –en Francia, por si no lo había dicho todavía, cierran a media tarde, quizá por miedo a la oscuridad- para cenar. Encontramos un kebab donde Javi se puso las botas, y después fuimos al Quick, el Burguer King francés, donde Samuel iba a cenar por primera vez en muchos años. Cuando fue a pagar, le dijeron que los lunes por la noche TODOS LOS MENÚS COSTABAN CINCO EUROS. Yo no tenía hambre, pero fue oír eso y se me abrió el estómago. Saqué la cartera, pedí el menú más caro que encontré y me lo zampé en menos de diez minutos. ¿Alguien me dice por qué demonios no hay ‘Quicks’ en España? 


Ver capítulo 1- Gabacholandia
Ver capítulo 2 - La Gran 'M'
Ver capítulo 3 - Rez-de chaussée


miércoles, 23 de abril de 2014

Rez-de chaussée

Hablar en francés está chupado. Solo hay que poner la boca en forma de tubo, decir cualquier cosa con un toque refinado y acabar casi todas las palabras en –té (pasté de chocolaté, multé de trafiqué al canté). Fuera coñas, Javi y yo tuvimos suerte de contar con Samuel para pedir la comida, discutir con un revisor de tranvía o preguntar por una calle concreta. Aunque había veces que, para descojonarse, me decía la frase y me hacía a mí preguntar o pedir. Dicen que tengo un ‘francés amurcianado’, que, mira por donde, parece que engatusa a las francesitas.


Hice el ridículo preguntando por la casa en la que vivía San Roque en una pastelería, o si podían cambiarme billetes por monedas en un restaurante con clase. Incluso un chico de una tienda de souvenirs confundió mi petición de una postal de San Roque con un dibujo animado.

Pero en definitiva, he podido comprobar que a las francesas les pone que intentemos hablar su idioma. Sucedió en el tranvía, el mejor sitio para ligar de todo Montpellier. Conecta las partes de toda la ciudad, es rápido, barato, accesible, hay uno cada cinco minutos y lo más importante: está plagado de mujeres que, si las miras fijamente a los ojos, te devuelven la sonrisa.

Una de esas mujeres, rubia y con unos ojos preciosos, no dejaba de soltar leves risitas apoyada en la pared del tranvía, mientras veía como no decía una sola palabra bien en francés. En cuanto tuvo ocasión, se sentó a nuestro lado. Pese a que no llegó a decir una palabra, la joven no dejaba de sonreír ante mi torpeza. Una mujer mayor que estaba a mi lado sí que se reía muy a gusto. Fue entonces cuando, en una de las miradas que me dedicaba, le dije, sin más: ‘Mon amour’. Ella se rió, y me vine arriba: le dije cómo me llamaba, y le pregunté cómo se llamaba ella. “¿Mano?” entendí. Me dijo que sí, aunque creo que en realidad se llamaba ‘Manon’. Le dije que encantado y poco después tuvimos que bajar en Mosson. Recuerdo haberme despedido con un ‘Au Revoir’ y que, estando ya fuera, todavía seguía mirándome a través de la ventana.

Llegué a Montpellier sabiendo cómo se decía en francés ‘cruasán’, ‘tortilla de queso’ y ‘¿quieres dormir conmigo esta noche?’ –de la canción ‘Lady Marmalade’-. Me fui sabiendo decir unas pocas más la verdad. Diría que la que más dije durante el viaje fue ‘merci’ (gracias), pero no. Fue ‘rez-de chaussée’, que significa ‘planta baja’. ¿La razón? Nuestra ascensor tenía una vocecita que siempre nos recordaba que íbamos al ‘rez-de chaussée’, y nosotros, como auténticos paletos, la imitábamos sin éxito. No la dijimos bien ni una sola vez en cinco días.

Ver capítulo 1- Gabacholandia
Ver capítulo 2 - La Gran 'M'


martes, 22 de abril de 2014

La gran 'M'

La primera impresión que me llevé de Montpellier fue que se trataba de una ciudad activa, llena de vida, parecida a Alicante o Murcia. Rebosa juventud. Tiene casi trescientos mil habitantes, y es la ciudad francesa con más españoles. Sin embargo, en Montpellier y el resto de Francia, por lo que se ve y por lo que me dice mi amigo Samuel, se respira tranquilidad y mucha, mucha paz. Apenas oí un solo grito durante mis cinco días allí. Por la tarde, con la Plaza de la Comedie repleta, jamás había sensación de alboroto. Por la noche no se oía una mosca.


La casa del padre de Samuel estaba por el centro, enfrente de una rotonda donde descansaba una ‘M’ enorme, la ‘Gran M’ –de Montpellier-. El balcón daba a un Carrefour más pequeño de los que tenemos en España, y unos metros más allá había un McDonald´s del que robábamos el wifi constantemente.

Porque si algo se ha caracterizado este viaje es por la total desconexión del maravilloso mundo del Whatsapp, el Twitter y el Facebook. Enchufar los datos en el móvil era parecido a clavarse una estaca en el pecho. No podíamos aceptar llamadas ni mensajes. Pasamos de estar pegados al aparato a tener que cargar la batería apenas una vez en tres días.

La casa en la que vivimos desde aquella mañana de domingo hasta jueves por la noche era un pequeño apartamento en un edificio prácticamente nuevo, que tenía la cocina en el salón, contaba con tres habitaciones, un aseo en el que la ducha era el mismo suelo y un pequeño cuarto con el retrete. Javi y yo dormimos en un sofá que se convertía en colchón, en la habitación de Samuel. Puede que lo peor del viaje fuera que los dos roncaban como condenados, y encima andaban constipados. El festival de ronquidos con mocos se dio una noche sí y otra también.

Y probablemente lo mejor fueron las comidas del padre de Samuel. Pasta con boeuf, Hachis parmentier, pasta con salsa boloñesa, lentejas con carne… Creo que repetí en todas y cada una de las comidas, siempre acompañadas por el queso que se podía oler en toda la casa si abrías el frigorífico. Probamos las fresas francesas –más pequeñas, más rojas, y más dulces- y una especie de mini empanadas rellenas de sepia, producto local. También nos dio por comprar y probar cinco latas diferentes de cerveza que no habíamos visto en la vida.


Tras comer la pasta con el boeuf, lo primero que hicimos fue salir corriendo a buscar un pub irlandés donde ver el Liverpool-Manchester City, partido decisivo en la lucha por la Premier League. El único que encontramos tenía tropecientos escalones –imposible que Samuel entrara- y ya llevaba media hora empezado. Así que optamos por dar una vuelta por Comédie, seguramente el lugar más concurrido y espectacular de la ciudad. Allí encontrabas gente de todas las nacionalidades y culturas: magos, bailarines, ejecutivos, vagabundos, turistas…  Era como si estuviéramos en el centro del mundo.

A las cuatro de la tarde ya estábamos reventados. Fuimos a la estación de trenes para ver si vendían periódicos españoles –todavía no había conseguido comprar El Mundo-. ¿Sabéis que utilizar el baño de la estación cuesta 50 céntimos? De locos.

Llegamos a casa sobre las cinco, y mientras yo trataba de escribir por ordenador parte del trabajo de la Universidad que tenía que mandar por correo, Javi y Samuel buscaban algo que ver para pasar el rato. Finalmente, tras comprobar que algunos teclados franceses no tienen la tilde –ese era uno de ellos- y que muchas de las teclas estaban cambiadas de orden y me costaba la vida escribir una línea, desistí y me uní a ellos para ver un capítulo de ‘Juego de Tronos’. Ignoro cuánto tiempo duramos viéndolo, sí sé que cuando me despertaron yo no sabía ni en qué día estaba. Nos trasladamos a la habitación de Samuel y ya no volví a ver la luz del día hasta las siete de la mañana, cuando ya no se podía dormir más. Era físicamente imposible. Habíamos dormido más de dieciséis horas.



lunes, 21 de abril de 2014

Gabacholandia

Llevaba casi cuatro años sin salir del país. La única vez que había estado en Francia fue cuando mis padres todavía seguían juntos –o sea, hace mucho tiempo- y me llevaron junto a mis hermanos a Disneyland París. La única vez que pisamos el suelo de la capital francesa fue para pasar del aeropuerto al coche que nos llevó al parque de atracciones. Nunca había estado viviendo varios días en una ciudad de Francia –o de Gabacholandia, como lo llama mi amigo Samuel-, quizás por eso se me iluminaron los ojos con la idea de visitar Montpellier, aunque fuera todo tan improvisado, casi sin tiempo para preparar nada. El resultado ha sido una experiencia verdaderamente enriquecedora. De las mejores de mi vida.


Fue el miércoles de hace una semana cuando nos decidimos finalmente. Javi y yo íbamos a viajar con Samuel y su familia a Montpellier, ciudad del sur de Francia, a 891 kilómetros de Callosa de Segura. Sería un viaje en coche, de madrugada, que duraría casi nueve horas. Se me hizo imposible dormir, así que me pase durante todo el transcurso del viaje mirando al frente, a la oscuridad, escuchando el tímido sonido de la radio y esperando que pasara el tiempo, daba igual cuánto fuera. Cada vez estábamos más cerca, y eso era lo importante.

Paramos un poco antes de llegar a la frontera, en una gasolinera de Gerona, para comprarme unos periódicos que necesitaba para el Trabajo de Fin de Grado. Me sorprendió que sólo hubiera un ejemplar disponible del El País, otro de la Razón y otro del ABC. Ah, y no había ni uno solo de El Mundo. Le pregunté a la dependienta y me dijo: “¿El Mundo de Cataluña? No, no ha venido”. Le pregunto si tardará mucho en llegar y me dice: “No no, no viene”.

Se nota exageradamente cuando dejas atrás la Comunidad Valenciana y cambias los descampados de matojos por prados y árboles con un intenso color verde. Ese era también el paisaje cuando atravesamos la frontera, solo que a la izquierda también se podía ver, nevado en la cima, el Pirineo francés. La primera canción que escuchamos al enchufar la radio fue ‘Dernière Danse’, un tema de mucho éxito en Francia –segunda en las listas populares-. Paramos en un área de descanso y me quedé helado con los aseos: en un paraje completamente deshabitado, junto a la autopista, podías utilizar el retrete ¡Escuchando la radio! Gracias a unos altavoces que habían colocado en las paredes de los baños. Nos llevan años de distancia los gabachos.