Mis veranos cambiaron hace tiempo, pero no de forma tan radical. En los últimos años mi periodo vacacional ha sido trastocado a raíz de varias cosas fundamentales: 1. Que mis amigos están en Callosa de Segura, y no en Torrevieja. 2. Que la playa ya no me atrae tanto como antes. 3. Que necesito un ordenador con Internet mínimo 12 horas al día para -podría decir muchos verbos pero me quedo con uno- trabajar. Y 4. Porque he comprendido que vivir solo en mi casa es, en muchas ocasiones, la gloria bendita.
Sin embargo, a veces se echa mucho de menos aquello de salir al balcón y sentir la brisa del mar. Lo de bajar todos los días a la playa, casi sin excepción, aunque hubiera bandera roja -entonces era divertido-. Lo de disfrutar de los amigos veraniegos, esos que no ves en todo el año y que ahora sólo ves dos o tres veces, o incluso ninguna. Lo de estar los tres meses de verano en Torrevieja, desde el día después de recoger las notas hasta la primera o segunda semana de septiembre. Entonces daba gusto ver cómo los fines de semana llegaban cientos de callosinos a la playa, a los pubs... y tú te sentías como un anfitrión. Como diciendo: "Yo paso aquí los siete días a la semana, te enseñaré como funciona todo esto".
La sensación de no tener absolutamente nada que hacer. Eso desembocaba en muchas ocasiones en el aburrimiento -algo muy desagradable, por cierto-, pero hace tiempo que no disfruto de no tener una preocupación en mi cabeza. Siempre estoy atado a hacer algo. Si termino una cosa, siento que debo hacer otra. Quizás estoy recuperando ahora todo el tiempo que perdí en aquellos veranos. Pero en cierto sentido, los sigo echando de menos. Y un poco de nostalgia a veces viene bien. A veces.
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