Ni siquiera sé si, todavía, he
escrito bien el nombre del pueblo de la costa inglesa en el que estoy viviendo
estos días. Scarborough es atípico, lugareño, con unas vistas preciosas y mucho
–aunque no lo parezca- movimiento. No obstante, empecemos por el principio.
¿Qué hago yo en el culo del mundo? Pues resulta que un día
mi prima Loles –profesora de inglés- me dijo si quería venir con ella a
Inglaterra este verano, que había sitio para uno más y solo tenía que pagar el
viaje. Me lo pensé unos segundos y acepté. Estoy cansado de estar recluido en
una minúscula parte del planeta que, además, tengo ya muy vista. No pensé en las
condiciones –nadie me las dijo, pero tampoco las pregunté- ni en qué me iba a
encontrar, tan solo quería salir de la monótona vida en Callosa de Segura.
No creí de verdad que iba a volver a Inglaterra hasta que
tuve en mis manos la reserva de los billetes de avión. Desde 2006 –estuve
en Londres tres semanas- he tenido
varias oportunidades para visitar el país del té, pero por unas u otras razones
acabé desistiendo. Esta era la mía. Un día después de hacer el examen del B1
cogí un vuelo y me fui, solo, a la aventura.
Un vuelo que, dicho sea de paso, casi me deja en tierra.
Hice una cola enorme para facturar, luego fui a comprar algo para comer porque tenía el
estómago vacío –acabé eligiendo un sándwich de pollo con curry que me costó 6
euros- y cuando me lo dieron y le di tres o cuatro mordiscos, ya solo quedaba diez minutos para que cerraran la puerta de embarque. Me hicieron sacar el ordenador de la mochila
y desperdigar todas mis cosas en bandejas… quedaba cinco minutos para el cierre
cuando avisé al controlador, que me ayudó a pasar como un rayo. Avancé por
la señal de ‘puertas de embarque’ hasta aparecer en una tienda a tope de
colonias, tabaco, prensa… pensé que me había equivocado, luego divisé una
pantalla a lo lejos y múltiples carteles con sus puertas.
En la pantalla ponía que faltaba un minuto para el embarque
en el vuelo a Manchester. Puerta 37. Salí como un bólido corriendo, encontré
pronto dos carteles que incluían el número en cuestión, pero en la segunda,
fruto de los nervios, se me olvidó el número. Tuve que volver a la pantalla y
asegurarme: sí, era el 37. Entonces fui presa del pánico. En el vuelo de
Manchester, ‘embarque’ se había convertido en ‘boarding’. No, yo no tenía ni
idea de que era la traducción en inglés. Creí entender que se trataba de algo
parecido a ‘a bordo’ y que ya no podía entrar. Afortunadamente, estaba en un
error. Cuando llegué a la puerta, sudado como un pollo, había una cola de mil
demonios. El avión seguía esperando a sus pasajeros.
Por mi cabeza solo pasaba la idea de que en cualquier
momento podían echarme y mandarme a casa. Por llegar tarde, por no tener bien
los papeles, por equivocarme de avión, por no llevar pasaporte –todo el mundo
lo llevaba-, por llevar mucho peso en la mochila de mano… Ya en el avión, descubrí que no comprar tu
asiento implica sentarte en el medio de una fila de tres. A la izquierda, una
mujer tatuada que no dejaba de comer. A la derecha, una señora que leía un libro
que parecía interminable. Todo el mundo hablaba ya en inglés. Hasta las
azafatas.
No entendí ni pajolera idea de lo que se dijo por megafonía.
Al final, solo las medidas de seguridad las tradujeron al español. Me pasé las
tres horas de vuelo escuchando música, tratando de leer un libro del Trabajo de
Fin de Grado y mirando a las musarañas. La mujer que no dejaba de comer me dio
apetito con una napolitana gigante de jamón y queso que se pidió, y quise sacar
lo que me quedaba de sándwich de la mochila. Pero al meterlo a toda prisa antes de
pasar el control de seguridad, estaba totalmente despachurrado entre mis cosas.
Todavía quedan restos.
En realidad, los aviones no me ponen nervioso. No me pesaron
los últimos accidentes aéreos, e incluso el despegue estuvo guay. Sin embargo,
tenía un miedo atroz a que por tener el móvil encendido el avión, ya en el
aire, cayera desplomado como un saco de patatas. Respiré cuando pasaron varios
y largos minutos.
El aterrizaje fue bastante más estruendoso. No recordaba la
experiencia de ir en avión -no cogía uno desde hacía ocho años-y entre que las
noticias recordaban los últimos desastres y que la última serie que vi fue
‘Perdidos’, reconozco que por un momento se me subieron los huevos a la
garganta. Segundos después, pusieron una música extravagante para anunciar la
llegada a Manchester. Cuando fuimos a salir, comunicaron un mensaje por
megafonía. Solo entendí “sorry”, “few minutes” y “apologize”. Es decir, algo no
iba bien. Mi paranoia no desapareció hasta que pude bajar las escaleras tras un
viaje de infarto.
Lo de los trenes sí que fue de risa. Compré un billete para
ir a Scarborough, y me dieron uno en el que tenía que hacer trasbordo en York.
Tenía que coger el de Middlesbrough, a la 13:33, en la vía 3A. En punto, a la
13:33 en la 3A, apareció un tren. Menos mal que pregunté antes de subirme: no
iba a Middlesbrough. Busqué la pantallita y resulta que el tren había cambiado
de vía y de hora. Dichosos ingleses.
Lo mejor es que monté en el tren correcto, y no lo supe
hasta que llegué a York. Porque primero le dio por ir para atrás –como hace el
cercanías con dirección a Alicante en San Gabriel- hasta Manchester Picadilly,
y luego parecía que volvía a su lugar de origen. Pero me llevó derechito a mi
destino, donde se suponía que en veinte minutos salía un tren hacia
Scarborough. Se retrasó 35 minutos de la hora. En ese tiempo, aproveché para
comer un deliciosa ‘British Cumberland’ con queso, un ingrediente secreto el cual no conseguí averiguar y cebolla caramelizada.
Llegué al pueblo sobre las 17 h, muerto perdido, tras haber
cogido un vuelo y dos trenes, tras hacer un examen del B1 y beber cerveza con
los colegas por la noche. Tras haber dormido seis horas de las últimas 48. Pero
valía la pena. Ya estaba allí, en otra parte. En otro mundo.
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